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Historias y Reflexiones 4

PADRES, ¡LOS AMO!

Autor: Julio César Calero Garcés



Imagen tomada de la página web www.serpadres.es


Que difícil nos resulta a veces decir te amo a las personas por las cuales sentimos ese afecto. En muchas ocasiones lo pensamos pero no nos atrevemos a decirlo en voz alta, ¿por qué?


¿Quizás nos sentimos tan seguros del afecto que los demás nos tienen y no creemos necesario expresar el nuestro? ¿Tal vez damos por hecho que las personas a las que amamos nos conocen tan bien y por lo tanto saben que por ellas sentimos algo que llamamos amor?


Soy un hombre que no supo expresar oportunamente con palabras el amor que sentía por sus padres, soy un hombre que cuestionaba sus sentimientos y en su mente se preguntaba: ¿Los amo realmente?, ¿Cómo debo sentir este amor? ¿El temor y la preocupación por su salud, el deseo de su bienestar, el respeto hacia ellos, la paz y la tranquilidad de saberlos a mi lado, es eso amor, o es solamente gratitud o quizás solo costumbre?


¿El estrecharlos en un abrazo afectivo, cariñoso, es una manera de decirles los amo? ¿Es que existen diferentes grados de amor?


Si es así, debo confesar que yo nunca lo hice, y ahora, ya es tarde para corregir mi error. Entre dudas sobre la manera de expresarme y la creencia de que sabían interpretar en mi actitud este sentimiento hacia ellos, se me fue el tiempo y la muerte los alejó de mi lado y hoy, que ya no los tengo, en mi mente miles y miles de recuerdos se agolpan alocadamente a la vez que el dolor de no haber sabido expresarles mi amor me lacera profundamente.


Una y otra vez me pregunto, ¿por qué no supe o no pude decirles a mis padres que los amaba?


Para que ustedes la conozcan voy a contarles mi pequeña historia de aridez emocional.


Mi madre falleció hace más de veinticinco años, cuando yo era un joven que todavía no comprendía cabalmente la realidad de las cosas y no tenía el sentido total de la responsabilidad.


Cuando mi madre murió, todas las diligencias para proceder a su entierro, esto es: certificado médico, partida de defunción, permiso para enterrar su cuerpo, la compra de bóveda y del ataúd, así como un sinfín de cosas más, estuvieron a cargo de mi padre y mis hermanas mayores.


Durante el velorio en una de las salas de velación de la Junta de Beneficencia, rodeado de amigos y familiares, sentía que mi mente se alejaba de mi cuerpo y llegué a tener la sensación de que mi cuerpo físico se quedaba en la tierra mientras mi espíritu se enrumbaba hacia lo alto, era como vivir un sueño, todo lo que sucedía a mi lado me parecía irreal, como si estuviera ocurriendo en una película en la cual solo era un espectador.


Sintiéndome así, raro, irreal, afronté las horas del velorio sin que una lágrima asomara a mis ojos, quería pensar en otra cosa, quizás en el pasado cuando siendo un niño mi madre me hacía arrumacos y me cantaba canciones para que me durmiera.


Buscaba apartarme del bullicio de los familiares, amigos y compañeros del primer año de la facultad de Leyes de la Universidad para enfrascarme en mis pensamientos y, cuando ello ocurría, parte de una estrofa de una canción se arremolinaba en mi mente una y otra vez.


Esta estrofa decía lo siguiente:


Mi destino es como el viento

nada lo puede parar....

me preguntan de dónde vengo

y no puedo contestar …….


Esas palabras resonaban en mi mente y me hacían sentir una tristeza profunda, sentía tristeza porque mi madre se había ido, ya no estaría más junto a mí, su hijo querido, el "concho", aquel que encargó a la Virgen María se lo diera para alegrar su hogar y que hubiera un varón en su familia que ya tenía cuatro hijas.


Había sido su última oportunidad de concebir y la Virgen María se la concedió, por eso ahora estoy aquí, escribiendo esta historia para que ustedes la conozcan.


Fueron horas que pasamos en la sala de velación rezándole al cadáver de mi madre, fueron horas en que centenares de pensamientos cruzaron por mi mente, recuerdos alegres, recuerdos tristes, de esperanzas, de desengaños, muchos de los momentos vividos en familia, pero entre todos esos recuerdos me di cuenta que no tuve tiempo para reflexionar sobre el amor a mi madre, no tuve tiempo para pedirle perdón por haberme portado mal y haberla desobedecido en innumerables ocasiones, no tuve tiempo para decirle: ¡Mamá, te amo!


Pasaron los años y la vida siguió su curso. Mis hermanas se casaron, una a una fueron abandonando el hogar y yo me quedé a vivir solo con mi padre y la servidumbre. Éramos dos hombres duros de sentimientos que nos hacíamos mutua compañía porque el destino así lo había dispuesto, éramos dos seres humanos que no habíamos aprendido a expresar nuestros sentimientos y todo lo guardábamos en nuestro interior.


Ahora que lo pienso, quizás de mi padre fue aprendí a ser así: duro, poco expresivo, ocultador de sentimientos; creo que tienen mucha razón quienes dicen que los hijos somos la imagen de nuestros padres.


Desayunábamos juntos, hablábamos de política, deportes y economía, luego, cada cual se dedicaba a lo suyo: mi padre a pasar el tiempo leyendo el periódico, viendo la televisión, conversando con los amigos y molestando a la servidumbre; yo, en el estudio jurídico que había instalado con algunos compañeros de promoción, era una oficina que estaba dando excelentes resultados y que poco a poco iba adquiriendo una importante clientela.


Al principio, cuando en la oficina todavía no alcanzábamos el éxito del que hoy disfrutamos, regresaba a la casa para almorzar con mi padre y comentar las noticias del mediodía, pero cuando la clientela se hizo numerosa, y sobre todo, cuando me dediqué a la política, ya no tuve tiempo para mi padre y prácticamente nos convertimos en dos extraños que vivíamos en la misma casa y que a duras penas tenían tiempo para decirse ¡buenos días! y algo más, se acabaron las discusiones sobre deportes, política y economía.


Mi padre comía solo en casa y yo lo hacía apuradamente en algún restaurante o en la oficina.


Los años trascurrían y yo estaba cada vez más ocupado, no tenía tiempo ni para mantener una relación amorosa; cuando pensaba en ello me decía:"ya habrá tiempo de encontrar una chica y enamorarme, me casaré, tendremos hijos, seremos una familia y viviremos felices".


Con estos pensamientos trataba de engañarme a mí mismo mientras seguía enfrascado en las leyes y en la política, y por cierto, estas dos actividades me hicieron acumular una no despreciable fortuna en dólares, que son los que cuentan, no los devaluados sucres que poco a poco se fueron haciendo polvo.


Con la diputación alcanzada a través de la política me vi obligado a permanecer varios días a la semana en la Capital; salía los lunes en el primer avión a Quito y regresaba los viernes por la noche, solamente para tener un pequeño descanso y luego, los fines de semana, reunirme con otros dirigentes del partido para planear la estrategia con la cual impediríamos que se aprobasen las leyes que proponía el gobierno o aprobaríamos algún proyecto de ley que nos beneficiase o fuera de utilidad para nuestros amigos y cotizantes del partido.


Cinco días en Quito y apenas dos días en Guayaquil, hicieron que la comunicación con mi padre se volviese casi inexistente, felizmente, mis hermanas iban a visitarlo, llevándole los nietos, con lo cual le alegraban los días, días que poco a poco iban marcando el ocaso de su vida.


Así pasaba el tiempo cuando, de repente, sin advertencia alguna, mi padre cayó enfermo, la diabetes había estado minando lentamente su organismo y al no haber un médico que controlara continuamente su nivel de azúcar en la sangre y lo medicara, por descuido de nosotros, sus hijos, su organismo se vio afectado.


Cuando los padres llegan a viejos generalmente cambian su carácter y se niegan a aceptar que están enfermos, por lo tanto, es responsabilidad de sus hijos el cuidar de ellos, eso debimos haber hecho nosotros, lamentablemente no lo hicimos a tiempo y ahora es tarde ya para lamentaciones.


Debido a la diabetes, mi padre había tenido una mala circulación en sus piernas, lo cual llevó a que se le gangrenara uno de sus pies y hubiera que meterlo en cama bajo cuidado médico.


Ante la gravedad de la situación consulté con el médico cuál sería la solución a la enfermedad de mi padre, ahí fue cuando me enteré que la diabetes no tenía cura pero que se podía vivir con ella, siempre y cuando hubiera el respectivo control en el nivel de azúcar en la sangre. También me enteré que la enfermedad es hereditaria por lo que ya se qué me ocurrirá en el futuro si no tomo las debidas precauciones.


Pese a los cuidados médicos, la gangrena avanzó y se tomó gran parte del pie de mi padre, por lo que hubo que amputarle la pierna.


Me apenó mucho el ver a ese anciano que me había dado la vida, recogido como un muñeco en la cama del hospital luego de la operación, me recordó a un mueble viejo, inservible, que alguien había arrumado a una pared para que se lo comieran las polillas.


De aquel hombre fuerte, robusto, alegre, no quedaba ya más que una trágica caricatura. A través de la piel podían contársele las costillas, sus ojos miraban pero parecían no ver, sus pupilas estaban opacas, fijas, mirando al frente, como si todo lo que le rodeara ya no tuviera importancia, le habían cortado su pierna y ya no volvería a caminar, hasta me parecía que poco a poco se volvía insensible al dolor, sus oídos fueron perdiendo la habilidad para escuchar y conectarlo con el mundo exterior, y así, día a día, se fue aislando de nosotros y de todo lo que le rodeaba.


Después de unos días de la operación a mi padre lo llevaron, no digo llevamos pues yo estaba en Quito, a la casa de una de mis hermanas para que allí recibiera la atención que necesitaba. Pensé que era lo mejor ya que en la casa que el construyó con su esfuerzo y el de mi madre, en la que habíamos vivido juntos por tantos años, no había quien se encargara de su salud, ya que en ella solo permanecían la cocinera y el mayordomo, eso sí, yo me comprometí a correr con todos los gastos que la situación demandara, por dinero no había que preocuparse pues a mí me sobraba.


Mi vida continuó entre idas y regresos de Quito, entre llamadas telefónicas a casa de mi hermana para saber sobre mi padre, y esporádicas visitas, un poco más extensas que las del médico, para reunirme con mis hermanas y ver a mi padre.


El golpe de ver cada cierto tiempo a mi anciano progenitor y constatar como su cuerpo se enflaquecía y sus huesos se volvían frágiles, el darme cuenta que su mente cada vez estaba más perdida, que ya no oía y que por último ya ni me reconocía, me impactaba, me hacía sentir una opresión en el pecho y me quitaban las ganas de volver a verlo.


No quería observar su deterioro físico, no quería comprobar como, paso a paso, mi padre se alejaba de este mundo.


Por la importancia que había alcanzado mi partido en el Congreso y por ser uno de los dirigentes principales, fui designado para integrar una comisión que viajaría por varios países del mundo para conocer el funcionamiento de sus parlamentos. Este viaje me alejaría del país por lo menos durante treinta días.


Antes de emprender el viaje visité a mi padre y hablé con mi hermana, ella me puso al tanto de lo que había estado ocurriendo así como de lo que había dicho el médico. "Son pocas las semanas que le quedan de vida a nuestro padre, espero que alcances a estar de regreso para despedirte de él", me dijo.


Cuando iniciamos el periplo internacional, las palabras de mi hermana resonaban una y otra vez en mi mente: "Son pocas las semanas que le quedan de vida a nuestro padre, espero que alcances a estar de regreso para despedirte de él".


En el último tramo del viaje, específicamente el que hicimos hasta Francia, sin saber por qué, me desperté durante el vuelo y me puse a pensar en mi padre. Recordé muchas de las situaciones de mi infancia y de las cosas buenas y malas que habíamos vivido en familia. Recordé cuando siendo un niño de escuela salía a la puerta de la casa a esperar la llegada de mi padre de su trabajo, recordé las veces que me llevó al estadio "Modelo" ahora bautizado como “Alberto Spencer Herrera”, a ver jugar a nuestra selección de fútbol, en fin, fueron muchos los minutos que dejé rebuscar a mi mente los recuerdos que por años habían sido atesorados en mi memoria.


Entre tantos recuerdos también vi la imagen deteriorada de mi padre y recordé el día del velorio de mi madre, recordé aquellas palabras que no había podido decir en su momento: ¡Madre, te amo! y me dije, ¡No, esto no sucederá con mi padre! y me hice el propósito de que al volver al país iría junto a mi padre y le diría que lo amaba, que le agradecía el haberme dado la vida, el haberme criado, el haberme dado la educación que ahora me permitía ser un hombre con un presente y un futuro provechoso, "si eso haré", me repetía una y otra vez mientras la aeronave volaba hacia su destino.


En Francia realizamos varias actividades y luego emprendimos el regreso. En mi mente estaba fija la idea de expresarle mi amor a mi padre, lo haría inmediatamente.


Luego de varias conexiones, el avión que me trajo a Guayaquil aterrizó a medianoche y, entre desembarcar y recoger el equipaje, llegué a mi casa a las dos de la madrugada. Me estaba preparando para dormir cuando recibí una llamada telefónica de mi hermana.


"Gracias a Dios que te encuentro", me dijo, "creo que nuestro padre está en agonía, es posible que no pase de unas horas".


Cansado por el viaje y luego de hacerle unas cuantas preguntas, llegué a la conclusión de que mi ida a su casa bien podía esperar unas horas.


"No te preocupes", le dije, descansaré un poco y luego iré a tu casa, de todos modos llámame si ocurre algo inesperado".


Me acosté en la cama y habrían transcurrido aproximadamente unas dos horas cuando el timbre del teléfono me despertó, era mi hermana, "Ven, nuestro padre murió", me dijo entre sollozos.


Al oír estas palabras me quedé helado, sin saber qué hacer, mientras a través del hilo telefónico seguía escuchando el llanto de mi hermana.


Dije que iría de inmediato y colgué. En ese momento me sentí solo, se había extinguido la llama que daba vida a mi padre y yo no estuve presente para despedirlo; Dios me dio la oportunidad de estar a su lado para decirle que lo amaba pero yo no supe aprovecharla, la dejé para después y, lamentablemente, ya no hubo un después, todo había terminado mientras yo reposaba en la alcoba. ¡Dios! Tú escuchaste mi pedido y lo conservaste con vida hasta volver de mi viaje, pero yo no supe corresponderte. ¡Perdóname!,


Al igual que con la muerte de mi madre, se repitieron los trámites y la velación del cuerpo de mi padre, luego, cada uno de sus hijos siguió su vida, mis hermanas con sus maridos y sus hijos, y yo, con mi trabajo y la política, pero, saben, me siento solo, no tengo compañía, a mis hermanas las veo de casualidad y cada vez las siento mas distantes, como si ya no formáramos parte de ese todo que éramos mientras vivieron nuestros padres, claro, es la ley de la vida, los padres crían a los hijos y estos después se alejan buscando su propio destino y luego, tras pocas generaciones, los familiares se pierden la pista y se transforman en extraños.


Han pasado algunos años y todavía acuden a mi mente aquellas palabras que no supe decir en vida a mis padres, ahora tan solo me queda el consuelo de visitar sus tumbas y decirles ¡Padres, perdónenme, yo los amo!


REFLEXIÓN


El amor es un sentimiento que tenemos las personas de buen corazón pero que lamentablemente muchos no sabemos expresarlo a nuestros seres queridos y damos por hecho que ellos saben que los queremos.


No es así, el amor a nuestros padres, a nuestras parejas, a nuestros hijos, a nuestros familiares, debe ser expresado, no debe permanecer guardado en nuestros corazones como un secreto que no debe ser revelado.


No esperemos que llegue el momento de la partida de este mundo terrenal de las personas que amamos sin haberles expresado nuestros sentimientos, para después no tener que lamentarnos por no haberlo hecho cuando ellas tenían vida.

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