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Un niño llamado Jesús

  • calerojul
  • 1 dic 2021
  • 8 Min. de lectura

Autor: Julio César Calero Garcés


Ilustración: Mario Calero


Era la noche de un 24 de diciembre y Pedro por fin había terminado de trabajar. Tras salir del periódico donde laboraba como diagramador, se dirigió a su hogar, pero antes pasó por una dulcería comprando algunas golosinas para sus hijos y un sabroso Pan de Pascua que lo comerían durante la cena de medianoche en la celebración de la Nochebuena.


Pedro era un buen hombre, trabajaba en uno de los periódicos más importantes de la ciudad y ganaba un salario que, aunque no era excesivo, le permitía mantener a su familia sin apuros económicos.


Su esposa, Cecilia, abnegada mujer, siempre junto a él en las buenas y en las malas, le había dado dos hijos que eran la alegría del hogar y el entretenimiento de doña Sara, la abuela materna, quien vivía con ellos desde su viudez.


Con el paquete de dulces y el Pan de Pascua en brazos, Pedro llegó hasta el paradero de autobuses de transporte público en la intersección de las calles García Avilés y 9 de Octubre, por donde circulaba la línea 94, que era la que lo transportaba hasta su casa. Mientras esperaba el transporte, una tenue llovizna envolvía la ciudad.


“El próximo año parece que será muy bueno para la agricultura, esta llovizna es un buen signo cuando cae en Navidad”, pensó


Por fin apareció el vehículo que esperaba y Pedro se embarcó y acomodó en su interior.


En su ruta hacia el Sur de la ciudad, tras recorrer innumerables calles, dejando y tomando pasajeros, el vehículo llegó hasta la intersección de las calles La Octava y Venezuela, sitio en el cual se detuvo por la luz roja de un semáforo, lo que aprovechó Pedro para bajarse e ir a su casa que estaba a un par de cuadras.


Con paso apresurado se dirigió hacia su hogar y mientras caminaba iba pensando en sus seres queridos que lo esperaban en casa y en la alegría de la Navidad.


En una esquina se detuvo brevemente a contemplar el arbolito que, junto con el Nacimiento, habían colocado los muchachos del barrio de Puerto Lisa para participar en el concurso de diario El Universo.


Mientras observaba el arbolito, se le acercaron algunos jóvenes que lo saludaron pues eran conocidos suyos, y uno de ellos le dijo:


- Don Pedro, ayúdenos con algo para celebrar la Nochebuena aquí entre la “gallada”.



Hurgó en su cartera y les regaló cincuenta sucres que les servirían para comprar alguna botella de licor barato y cigarrillos, que consumirían hasta terminarlos, esa sería su forma de celebrar la Navidad.


Pedro continuó su camino a casa y al llegar vio que el portal estaba a oscuras. “Se habrá quemado el foco y no se lo podrá cambiar hasta mañana” pensó. “Esta noche los demás inquilinos tendrán que arreglárselas como puedan”.


Abrió la puerta del zaguán, entró y empezó a subir a tientas por la escalera, iba por el quinto escalón cuando sintió que tocaba algo blando, retiró el pie inmediatamente y movido por la curiosidad, sacó de uno de sus bolsillos del pantalón una caja de fósforos y encendió uno para observar el objeto que había pisado.


Acercó la cerilla y con su tenue luz lo identificó: era un niño que dormía profundamente sobre los escalones, acurrucado como un perro vagabundo y con sus ropas sucias y húmedas.


“Este niño no es de las familias de esta casa, posiblemente es hijo de algún vecino y se ha extraviado. Como sea, no voy a dejarlo aquí, se moriría de frío.”


Pedro tomó al niño sin despertarlo y lo subió hasta su departamento, llegó ante la puerta y golpeó con los pies para que su esposa la abriera.


Cecilia abrió la puerta y de inmediato vio al chiquillo que su esposo tenía en brazos; enseguida su corazón dio paso a su ternura de madre a la vez que daba lugar a que su esposo ingresara a la casa.


Sin hacer preguntas, Cecilia indicó a Pedro que condujera al niño hasta una habitación y lo acomodara sobre una cama, donde de inmediato lo limpiaron, lo secaron, le cambiaron la ropa y lo abrigaron, entretanto, ingresó a la habitación doña Sara, la suegra de Pedro, quien se ofreció a cuidarlo para que Cecilia atendiera a su esposo.


Mientras la criatura dormía, Pedro explicó a las mujeres como lo había encontrado en la escalera.


- En cuanto despierte le daremos algo de comer, luego le preguntaremos por sus padres y si no tiene donde ir por esta noche y a estas horas, lo dejaremos con nosotros y ya en la mañana preguntaremos entre la vecindad por si alguien lo conoce.

- Bien hiciste en traerlo Pedro, no se lo podía dejar abandonado en una noche como ésta…

- Así es, ni en ésta ni en ninguna otra, todo niño debe tener un techo que lo cobije y unos padres que cuiden de él. A propósito, ¿dónde están los niños que no los he visto al llegar?

- En su cuarto, les dije que se quedaran ahí como castigo.

- ¡Cómo castigo! ¿Qué cosa hicieron?

- Por estar jugando en la sala rompieron la estatuilla del Niño Jesús que teníamos para colocar en el Nacimiento.

- Vaya, es una lástima, no importa, después compraré otra. ¿Qué piensas si les digo que ya pueden salir?

- Que está bien, creo que ya ha sido suficiente el castigo.

Los niños salieron y abrazaron a su padre; enseguida la alegría y el bullicio reinaron por doquier.


Pedro se entretenía con los chicos y les daba los dulces que les había comprado, mientras Cecilia daba vueltas por la cocina preparando todo para la cena de Nochebuena.


Pasó algún tiempo hasta que doña Sara salió del cuarto para avisarles que el niño estaba despertando. Fueron todos a ver y en efecto, el pequeño había abierto los ojos y miraba asombrado todo lo que le rodeaba.


Los mayores lo miraban con caras sonrientes y dándole muestras de simpatía, mientras que los pequeños, sin comprender la situación, preguntaban a sus padres quién era el niño desconocido.


Al verse rodeado de tanta gente y en casa extraña, el niño comenzó a llorar quedamente, por sus mejillas resbalaban, cual riachuelo, lágrimas sin cesar.


Cecilia se sentó junto a él y, rodeándolo con sus brazos y diciéndole palabras cariñosas, logró consolarlo y hacer que se calmara.


Pedro le ofreció uno de los dulces que había traído, el niño lo cogió y lo probó, luego, secando sus ojos con una de sus manos y sonriéndoles, se lo comió.


Le dieron un poco de sopa caliente y algunas cosas más para comer, luego Pedro se animó a preguntarle…


- ¿Cómo te llamas?


El niño dudó para contestar, pero, luego de instantes, respondió.


- Jesús, me llamo Jesús.

- ¿Qué hacías en la escalera?

- Iba hacia mi casa y me perdí, luego empezó a lloviznar, me mojé y sentí frío. Como no sabía dónde ir, al ver abierto el portal, me metí para no mojarme más y me quedé dormido en la escalera.

- ¿Cuántos años tienes?

- No sé.

- ¿Quiénes son tus padres?

- Mi papá se llama José y mi mamá se llama María.

- ¿Dónde vives?

- No me acuerdo.


En este punto intervino Cecilia.


- Déjalo ya Pedro, mañana averiguaremos con los vecinos, entretanto, el niño dormirá con nuestros hijos.

- Tienes razón mujer, creo que mejor lo dejamos jugando con los chicos.

Las horas pasaron y a las diez de la noche la familia se dispuso a cenar. Lo hacían así para que luego de la cena los niños fueran a dormir y los mayores pudieran asistir a la Misa del Gallo en la iglesia “Corazón de María”, a pocas cuadras de la casa.


Sentados alrededor de la mesa, empezaron a deleitarse con los alimentos y dulces que Cecilia había preparado para la ocasión. Mientras comían, Doña Sara se quedó viendo a Jesús por unos instantes y luego comentó:


- No recuerdo dónde, pero tengo la impresión de haber visto antes a este niño.

- Dónde va a ser doña Sara, si usted nunca sale.

- No recuerdo, pero estoy segura de conocerlo.

- Ya lo recordará entonces.


Terminada la cena, Pedro y Cecilia llevaron a los niños a su dormitorio, donde, luego de lavarse las manos y cepillarse los dientes, les pusieron los pijamas para que se acostaran a dormir.


Antes de acostarse, arrodillándose al pie de sus camas los pequeños rezaron unas oraciones y luego de recibir las bendiciones de sus padres, se acostaron. Jesús también participó en todas estas actividades como si fuera un hijo más.


Mientras los niños se dormían, Pedro y Cecilia abandonaron silenciosamente la habitación.


Siendo casi la hora de asistir a la iglesia para participar en la celebración de la Misa del Gallo, Pedro, llevando varios juguetes en sus manos, fue hasta la habitación de sus hijos y se acercó silenciosamente a sus camas para colocarlos. Cuando llegó a la cama en la que dormía Jesús, colocó una pelota junto a sus zapatos y, tomando un muñequito de felpa, lo colocó entre los brazos del pequeño, quien, instintivamente, lo apretó contra su cuerpo.


Terminada su labor, Pedro abandonó la habitación y junto con Cecilia y su madre, salieron de casa para ir a la iglesia.


Al llegar a la capilla “Corazón de María”, que estaba abarrotada de fieles, apenas pudieron acomodarse con dificultad antes de que el sacerdote iniciara la celebración del Santo Oficio.


Los feligreses acompañaron al celebrante en sus oraciones y a la hora de comulgar, muchos se acercaron a recibir la sagrada hostia. Pedro, Cecilia y Sara, recibieron el cuerpo de Cristo y con sus oraciones dieron gracias al Redentor por haberse posado en ellos.


Terminada la misa y mientras los feligreses se dirigían a sus hogares, Cecilia propuso que fueran a mirar el Nacimiento colocado a un costado del altar.


Se acercaron al lugar y observaron interesados las figuras y adornos colocados para decorar el pesebre que representaba el nacimiento de Jesús, cuando de pronto, doña Sara exclamó:


- ¡Vedlo allí, es el niño!

- ¿Qué dices madre?

- El rostro de la estatua del Nacimiento es igual al del niño que Pedro llevó a la casa.

- En verdad es bastante parecido, casi se diría que son iguales, pero no es nada más que eso, solamente bastante parecidos.

- ¡No hija, es el mismo!

- Pero suegra, cómo va a ser posible, si este niño es de yeso y el que está en la casa es de carne y hueso como nosotros. Por favor, no sea tan impresionable.

- Si mamá, recuerda que te hace daño.

- Tienen razón hijos, me estoy dejando llevar por mi imaginación. Será mejor que regresemos a casa.


Llegados a su hogar, Pedro se dirigió al cuarto de los niños mientras Cecilia preparaba un poco de café. Entró de puntillas en la habitación para no despertar a sus hijos y encendió la luz de la lámpara del velador, arropó a los niños y se dirigió a la cama de Jesús, pero, grande fue su sorpresa al encontrarla vacía.


Extrañado por esto y creyendo que el niño podría estar en otro lugar, lo buscó afanosamente, sin encontrarlo.


Fracasada su pesquisa, apagó la luz y salió de la habitación, encaminándose precipitadamente en busca de su mujer.


- ¡Cecilia! ¡Cecilia! El niño no está en el cuarto en el que lo dejamos.

- ¿Qué dices?

- ¡Jesús ha desaparecido!

- ¿Ya lo buscaste por toda la casa?

- Solo en el dormitorio de los niños y no lo encontré.

- Es posible que esté en otro lugar, hay que buscarlo. Le pediré a mamá que nos ayude.


Los tres buscaron a Jesús por toda la casa, pero fue en vano, el niño no apareció.


Bastante preocupados ya, comenzaron a pensar cómo pudo Jesús haber salido de la casa si la puerta había quedado con llave y las ventanas estaban aseguradas.


Todos trataban a su manera de encontrar una explicación satisfactoria, cuando, Pedro, mirando al Nacimiento colocado en la sala preguntó:


- Cecilia, ¿no me dijiste que los niños rompieron la figura del Nacimiento que representaba a Jesús?

- Así fue, Pedro. Recogí los pedazos y los boté en la funda de la basura.

- Entonces, ¿qué es lo que ocurre? Yo estoy viendo visiones o tú estás equivocada.

- ¿Qué dices?

– Yo estoy viendo la figura del niño en el pesebre.

- ¡No puede ser!

- Ahí está, vengan a verla.


Las dos mujeres se acercaron al Nacimiento y al llegar junto a él, Sara exclamó:


- ¡Es él! ¡Es Jesús!

- ¡Es verdad, es Jesús, el niño que recogí en la escalera y aún tiene en sus brazos los juguetes que le di antes de salir para la iglesia!


Así era en efecto, el Niño Jesús estaba acostado en el pesebre del Nacimiento, tenía aprisionado junto a su pecho un pequeño muñeco de felpa y al pie del pesebre había una diminuta pelota de caucho.


Desde su pesebre, Jesús parecía sonreírles y agradecerles la bondad y el amor que le habían dado en aquel hogar cristiano.

 
 
 

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