BAJO LAS SOMBRAS DEL MISTERIO Un beso macabro
- calerojul
- 21 jun 2020
- 7 Min. de lectura
Actualizado: 6 oct 2020
Autor: Julio César Calero
Dibujo: Carlos Bermúdez

Juan y yo esperábamos la caída de la noche y después nos dirigíamos al cementerio de la ciudad. Llegábamos y esperábamos afuera hasta que no quedaba nadie en él, después, aprovechando la oscuridad nocturna, trepábamos por una pared y ya estábamos adentro; luego comenzábamos a caminar por entre los numerosos senderos que las diarias procesiones habían formado en el suelo y buscábamos las tumbas más recientes, si es posible las del día.
En nuestra búsqueda nos interesaban las tumbas y los mausoleos de las personas que habían sido ricas o que habían pertenecido a familias muy pudientes, ya que el motivo de nuestra visita nocturna al cementerio era el de ir a robar las joyas con las que los difuntos habían sido enterrados, aunque también aprovechábamos para abrir las fosas de gente no muy adinerada pero que de todos modos eran enterradas con uno que otro anillo de oro o con implantes del metal amarillo en sus bocas, esas eran las más fáciles de abrir y también de volver a tapar , puesto que bastaba remover la tierra que le habían puesto encima del ataúd y luego se les echaba un poco de tierra y todo volvía a quedar como antes. Cualquier día iban los deudos y veían la tierra removida lo que les hacía pensar, supongo yo, que habían sido algunos perros y le recriminaban al guardián, muy viejo, por cierto, por no cuidar las tumbas y dejar entrar a los perros al cementerio.
El botín que sacábamos de estas tumbas pobretonas no era nada cuantioso, y todo el dinero que obteníamos por su venta apenas nos alcanzaba para dos o tres días, teniendo que volver a robar para poder tener dinero.
Pero los mausoleos de los ricos, eso era otra cosa, de ahí sí que sacamos joyas de gran valor que luego vendíamos y nos servían para solventar nuestros gastos durante varias semanas.
Esta tarea ya la habíamos realizado antes, como una docena de veces y nos había ido muy bien, pues habíamos conseguido joyas de oro y plata de gran valor que luego vendimos en los negocios y en las joyerías donde adquirían nuestros productos sin hacer preguntas de dónde habían sido sacados.
Poco a poco fuimos adquiriendo experiencia en nuestro trabajo, conseguimos una buena práctica para abrir los mausoleos ocasionándoles el menor daño posible, diría que casi ni se notaba que habían sido profanados.
Asimismo, fuimos perdiendo el miedo que inicialmente tuvimos cuando empezamos a robar en el cementerio. Los diversos caminos de tierra por el que transitaban diariamente los cortejos fúnebres para depositar los ataúdes en sus tumbas o en sus mausoleos nos los aprendimos de memoria y a algunos hasta le pusimos nombres, tales como: Avenida Principal, Primera Calle, Calle de los Menesterosos, la Vía de la Fortuna, etc.
Siguiendo con mi narración, les diré que un buen día programamos robar en la tumba de cierta señorita llamada Mary Ann Smith Valenz, que había muerto el día anterior y que recién había sido enterrada por la tarde.
Por la mañana había leído en el periódico, que comprábamos todos los días para leer los obituarios, la invitación que hacían los familiares para acudir a su entierro y yo no sé qué fue lo que impulsó a Juan a acudir al mediodía hasta las salas de velación de la Junta de Beneficencia de Guayaquil.
Lo cierto es que fue y a su regreso se veía muy contento. Me contó que fue siguiendo el cortejo cuando sacaron el ataúd con la fallecida y lo trasladaron hasta el camposanto. Mientras acompañó al cortejo se dio cuenta que en él iban muchas personas adineradas, algunas con tipo extranjero, vestidas impecablemente en su traje de luto.
Yo no sé cómo le hizo, pero pudo averiguar que la fallecida era la heredera de una inmensa fortuna y que sus familiares no habían escatimado dinero para gastarlo en su sepelio.
El entierro había sido de los más fastuosos, la caja mortuoria debía de haber costado una fortuna, los ramos de flores y las coronas, otro tanto, y lo que es más aún, Juan se enteró que la difunta iba a ser enterrada con una gran cantidad de sus joyas.
Juan había esperado hasta el final del entierro y luego se vino a casa para contármelo todo.
Además de contarme lo del entierro, me dijo que “¡Eso era lo que estábamos esperando, un gran golpe!, el cual lo daríamos por la noche y que después con el dinero que obtuviéramos por las joyas al venderlas, ya no tendríamos que robar más y podríamos irnos a otra ciudad.
Yo me entusiasmé con la idea, porque, a decir verdad, ya estaba cansado de profanar tumbas.
Lo planeamos todo: la hora a la que iríamos, el camino que tomaríamos dentro del cementerio, que sería la calle de los Menesterosos, por ser la más oscura y apartada, luego seguiríamos por la Calle Tercera y de paso iríamos viendo si no habría una tumba fácil de robar al paso, llegaríamos a la Primera Avenida y por último, caminaríamos por ella un trecho corto hasta llegar a la Vía de la Fortuna y localizar tumba de Mary Ann, que estaba ubicada en dicha avenida, como correspondía a un personaje de su categoría.
Ya en la noche, al ir por la Calle Tercera vimos una tumba reciente, fácil de abrir, nos detuvimos y con nuestras palas y picos la abrimos rápidamente. Trabajo inútil, no había nada de valor que robar, en el ataúd estaba el cuerpo frío y rígido de un anciano de unos sesenta años siquiera, sin anillos en los dedos y con dentadura postiza en su boca. Para sepultarlo le habían puesto tal vez su único traje, como lo demostraba lo desgastado que estaba.
Seguimos hasta la Primera Avenida mientras al paso abrimos dos tumbas de tierra, de las cuales sacamos varios objetos de valor, al irnos no nos preocupamos de volver a taparlas, total, era nuestra última noche de trabajo.
Al fin llegamos a la Vía de la Fortuna; Juan se detuvo un momento para orientarse y luego me indicó “Es aquel, el de la derecha”.
Nos dirigimos inmediatamente hacia el mausoleo indicado, era grande y adornado con algunas esculturas de gran belleza, posiblemente traídas del extranjero o elaboradas por escultores foráneos, como habían hecho en el pasado muchas familias adineradas que contrataron escultores italianos.
Tanteamos las hojas de la puerta de ingreso al mausoleo y luego con una “pata de cabra” comenzamos a forzar los seguros. Nos costó algún trabajo pero al fin lo conseguimos, abrimos la puerta y penetramos en el local.
Todo estaba tan oscuro que casi caigo al suelo, en eso Juan encendió una linterna que había llevado y comenzó a recorrer la cripta con el haz de luz, lo iba haciendo poco a poco, metódicamente, hasta que al fin vimos la caja mortuoria. Juan la iluminó de lleno con su linterna y pude darme cuenta que no había exagerado en todo cuanto me había dicho, era un ataúd de lujo.
Como no teníamos tiempo que perder, nos dirigimos hasta el cofre mortuorio y lo abrimos, la tapa era algo pesada, pero al fin conseguimos levantarla.
Juan iluminó el interior del ataúd y entonces vimos el cuerpo de una mujer joven, la más hermosa que quizás haya estado en la tierra. Estuvimos contemplando su hermosura unos momentos, pero luego yo reaccioné y dándome cuenta del peligro que corríamos si nos descubrían, le dije a Juan algunas palabras para sacarlo de su arrobamiento.
Mi amigo reaccionó como si despertara de un profundo sueño. Luego, los dos empezamos a despojar el cuerpo de las diversas y lujosas joyas que tenía. De sus dedos de las manos sacamos cuatro anillos de oro de varios quilates y todos ellos con diamantes y otras piedras preciosas engastadas; de su frente cogimos una hermosa diadema, de sus brazos y muñecas varias pulseras, y por último, solo faltaba quitar de su cuello un collar de perlas adornado con pequeños diamantes.
Le dije a Juan que se encargara de cogerlo mientras tanto yo guardaría el resto de joyas e iría a vigilar la puerta.
Así lo hice, puse las joyas en un talego y luego fui hasta la puerta para vigilar mientras Juan terminaba la tarea.
Mientras vigilaba me pareció ver que alguien se acercaba y llamé a Juan, como éste no respondiera lo volví a llamar, pero tampoco me contestó, entonces decidí ir a ver lo que sucedía. Cuando llegué junto al ataúd vi que Juan estaba acariciando los cabellos de la muerta y vi también que no había tomado el collar, que éste se encontraba todavía alrededor el cuello de la joven.
Yo le dije: “¿Qué haces?” y él me contestó, “Ya lo ves, acariciándola”. Entonces le dije: “Vámonos, que se acerca alguien”, pero él no me hizo caso.
Entonces, agarré el collar lo metí en un bolsillo de mi pantalón y luego cogí a Juan por un brazo, lo aparté del ataúd y lo saqué de la cripta. En nuestro escape no alcanzamos a cerrar el ataúd.
Al salir, nos escondimos entre unos árboles hasta esperar que pasara la persona que yo creía haber escuchado, posiblemente se trataba del viejo guardián. Esperamos varios minutos pero no pasó nadie, entonces le dije a Juan: “Debe haber sido el viento al golpear las ramas de los árboles lo que produjo el ruido que me pareció que eran pasos”, pero Juan no me escuchaba, estaba absorto, ausente y yo entonces, viéndolo así, le pregunté qué era lo que le sucedía y me contestó: Al ir a tomar el collar de su cuello me pareció verla viva, sentí como que su corazón aún latía y al mirar su rostro me pareció ver que sonreía y después, no recuerdo que pasó hasta que me encontré afuera del mausoleo.
Entonces yo le dije como lo había encontrado junto al ataúd y cómo había tenido que sacarlo de la cripta, luego agregué: “Será mejor que nos vayamos, pronto amanecerá y no debemos estar aquí”. Juan me contestó: “Me iré, pero antes tengo que verla de nuevo”, y luego, agregó, como si estuviera trastornado, “… y darle un beso también”.
- “¿Qué dices? No vayas a cometer una locura”.
- “No es una locura, es amor. Estoy enamorado de ella y quiero darle un beso”
- “A los muertos hay que respetarlos”.
- “Será simplemente un beso”.
- “Yo no me meto, allá tú, has lo que quieras”.
Ya no escuchó más y corriendo ingresó en la cripta. Mi primer impulso fue el de irme enseguida del cementerio, pero el recuerdo de nuestra amistad me detuvo. Esperé algún rato y como Juan no salía, me impacienté y decidí ir a sacarlo o a decirle que me marchaba y lo abandonaba.
Me dirigí a la cripta, penetré en ella, todo estaba oscuro como al principio y no podía ver nada. Caminé unos cuantos pasos y de pronto tropecé con algo que estaba en el suelo, me agaché y lo recogí, era la linterna de Juan. La hice funcionar para ver dónde estaba mi amigo. El haz de luz rasgó las sombras del lugar y vi a Juan y comprendí por que no salía. ¡Estaba muerto! La tapa del ataúd había caído sobre su cuello al momento de besar a la muerta y se lo había cercenado casi por completo, uniendo a Juan y a la hermosa Ann en un beso mortalmente macabro.
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